sábado, 12 de abril de 2025

Primer adelanto de "LOS FALSOS CRISTIANOS", segunda de las novelas que conforman la trilogía de Caracca, y de la localidad alcarreña de Driebes



CAPÍTULO I 

ANÍBAL BARCA 

   BATALLA DEL RÍO TAGUS. AÑO 220 a. de C. 

   La mañana es ya la de un otoño que comienza dulce, y se esparce en el perfume macerado de un tiempo apenas sin flores. El polvo, finísimo, y pegajoso, y arremolinado al paso de las tropas cartaginesas, lo desfigura todo. Una marcha cómoda —el camino es seguro— encabezada por los indis, los conductores de los elefantes, en un número de cuarenta, de la especie Loxodontia africana en su variedad Cyclotis, de coloración rosada, y orejas grandes, y redondeadas, y de alzada pequeña, casi seis codos, y trompas prominentes, y entrenados para la guerra, y algunos todavía portando las torrecillas para los arqueros, y con unas lanzas disimuladas que alargan sus colmillos y que se reflejan metálicas con los rayos del sol. Y todos majestuosos, con arneses dorados que coronan sus cuellos a los que se atan, con cadenas, unas campanillas de plata. Y se adornan sus lomos con telas rojizas, como llamas ardientes que parecen no extinguirse, y que los estilizan. Los berridos, atronadores, y agudos, excitan el aire. Son unos animales excelentemente acostumbrados a la lucha tras las continuas batallas libradas. 

   Explicatio 
 
   El ejército cartaginés encuentra en los elefantes un apoyo decisivo. Son animales a los que entrenan a diario para así adecuarlos a la batalla. Durante la noche les acostumbran a caminar entre el fuego de las antorchas —las llamas les enloquecen hasta el extremo de hacerlos incontrolables, destrozando todo lo que encuentran en su camino— y les aturden con los tañidos atronadores de las trompetas. El elefante es un animal que nunca olvida una ofensa, ni una caricia, ni un mimo. Su sensibilidad se acentúa en el dolor físico —de extrema delicadeza son la trompa, y la planta de los pies— y en el desconsuelo que les causa la pérdida de su guía. Tan delicados son los lazos de amistad que les une a sus cuidadores que, a su muerte, el animal, a los pocos días, muere también acongojado por tanta pena. Aunque los cornacas —como medida eficaz para sortear el peligro que para las fuerzas propias supone que los elefantes, al sentirse heridos, se asusten, o se vuelvan impredecibles, o peligrosos— portan un cincel, y un martillo, con el que perforan el cráneo de las bestias para, así, causarles la muerte. 

   Al paso de los paquidermos avanzan los jinetes númidas, reclutados del norte de África, disciplinados, con los brazos tiznados con madera quemada, armados con el soliferreum —irregulares en longitud y grosor— y la caetra —de madera— colgada en bandolera sobre el hombro, generalmente el izquierdo. Y trajeados con amplias túnicas blancas que ondean al viento —adornadas con dibujos— cabalgan a lomos de resistentes caballos desgreñados, de arrancada rápida, que relinchan con el color del azabache. Algunos adornan sus lomos con una piel ribeteada que sujetan al vientre con una correa. 

   Explicatio 

   La caballería númida, ligera, la conforman jinetes —ágiles, y disciplinados, y bien preparados— que luchan sin la protección de la armadura. Así mejoran su movilidad en la batalla. Dirigidos generalmente por sus propios príncipes, atacan por los flancos, armados con espadas cortas, y con hondas, y con jabalinas que lanzan contra sus enemigos con el único objetivo de desgastarlos desde la distancia. Y después, se retiran evitando así la lucha cuerpo a cuerpo. Para montar a los caballos, pequeños y muy familiarizados con la rapidez en los desplazamientos en las largas distancias, no emplean ni la brida, ni la silla, y se agarran a ellos con una cuerda atada de su cuello. ​ La caballería númida es utilizada, también, como informadora en las tareas de observación —de avanzadilla— en el rastreo, y en la persecución de los enemigos cuando los ponen en fuga. 

   Detrás de ellos, las tropas de a pie —los honderos baleares, y los lanceros celtas, y los arqueros gatúlicos, y los escaramuzadores libios— todos ellos mercenarios especializados, siempre con la actitud desafiante. Ocupan sus manos con escudos —circulares— y espadas —rectas— y falcatas —curvas—. Se visten con túnicas de lana —cortas, y de manga larga— cubiertas en el pecho con una armadura. Y los pies, al descubierto, y bañados con soluciones de potasio que acartonan la piel. 

   Explicatio 

   En el ejército cartaginés militan soldados de etnias muy dispares: númidas, fenicios, griegos, ligures, íberos; gentes sin nada en común, ni las costumbres, ni las normas, ni siquiera el idioma, pero todos identificados por el carisma, y por la habilidad en el trato de su general, al que le deben obediencia, y disciplina, y lealtad —fides— a pesar de todas las adversidades. Aun así, nunca desatienden sus costumbres. 

   Y por último, los carros —siete, algunos, empujados por bueyes, dieciséis, y otros, por esclavos, ochenta— chirriantes, de avanzar lento, todos de cuatro ruedas, y de unos doce codos de largo. En ellos viaja el botín —una vez se abonan con generosidad las pagas militares— requisado en la conquista de Helmantike, y de Arbucala, ciudades vacceas cuyo sometimiento, por la fuerza, y de manera enérgica, han costado mucho tiempo, y muchas fatigas, y muchos hombres, sobre todo hombres. Y todos ellos, obedeciendo las órdenes de un joven y aguerrido general, tan abundante en la virtud que más se valora en el guerrero: la paciencia. 

   Explicatio 

   Aníbal, el primogénito de Amílcar ―hermano de dos varones, Asdrúbal y Magón, el más joven, y de tres mujeres― nace en Carthago, una ciudad al norte de África, capital del Estado púnico, tan bulliciosa, y tan variopinta como el mestizaje de sus gentes. En ella cohabitan mercaderes, y artesanos, y navegantes, y esclavos, y campesinos. Son ellos —los cartagineses— los que inventan la agricultura antigua, y los grandes barcos que preparan para la guerra, y la práctica de la venta en subasta. Aníbal —descendiente de los Barca, parientes directos de la reina Dido, los príncipes helenos que beben de la grandeza de Alejandro Magno— es, en aquellos años de su juventud, un infante de tez blanca, cabellos rizados y carácter firme, legado de su bella madre, una dama perteneciente a la nobleza íbera. De su padre, el general Amílcar, hereda el odio por Roma, y el ímpetu, y la fuerza vital, y el respeto, y la fidelidad de todos, incluso de sus más acérrimos enemigos. El pequeño Aníbal llena la ausencia de su padre con la compañía de los mercenarios utilizados en el servicio de la casa. Con ellos comparte el rancho de tasajo, y las gachas, y los entrenamientos a lanza y espada, y la jerga, y los piojos. La educación del pequeño se le asigna a Sósylos de Lacedemonia, un preceptor espartano hijo de un filósofo ciego. De él aprende las letras griegas, y la gramática, y la retórica, y la dialéctica, y la armonía. El sabio también le instruye en la inteligencia, y en la astucia, y en el arte de la guerra. Desde entonces, Sósylos acompaña a Aníbal, no solo como maestro, sino también como amigo. Con apenas ocho años cumplidos, Aníbal se aventura con Amílcar en Iberia. En esta tierra tan agreste como hermosa, poblada de encinares, y de zarzas, y de guijarros, y de montañas donde abunda la plata, y de espesuras donde sobra el conejo, el cartaginés se forma como soldado, y encuentra esposa ―Hímilce― y tiene a su único hijo ―Háspar―. A la muerte de su padre, Aníbal queda tutelado por Asdrúbal, apodado el Bello, fundador de la portuaria ciudad de Qart Hadasht, convertido en el nuevo gobernador de Iberia, y esposo de una de las hijas de Amílcar, la segunda. Aníbal cumple los dieciocho años. Con esa edad combate a los olcades, y también a los vacceos. Y con el fallecimiento de su cuñado es nombrado caudillo por sus propios soldados. En su expansión por Iberia, Aníbal saquea Helmantike, y Arbucala, dos ciudades vacceas. Y a su regreso, batalla con las tribus indígenas a orillas del río Tagus. 


 
 —Deseo tanto el descanso en Qart Hadasht —le comento a Sósylos. 
   Sósylos, el filósofo, es originario de Lacedemonia. Un hombre avanzado en la edad, de baja estatura, con el pelo largo, y rizado, y la mirada vivaz. Y entrañable. Resguardado siempre en su capa roja, Sósylos es el hombre que mejor me conoce. Ejerciendo como mi preceptor, me acompaña en todos mis viajes. Siempre que la guerra me lo permite, busco su conversación, y su compañía. 
   —Llegamos a Iberia para someter a Roma —comenta con la voz pausada, y elocuente, propia de su conocimiento—. Hasta entonces, no tendremos un solo día de descanso. 
   Se escucha el relinchar de Strategos —así es como nombro a mi caballo— un equino de color negro, originario de la Tesalia griega —mi orgullo— y que impresiona por su gran alzada, y por su fuerte personalidad, muy inquieta, aunque obediente en la batalla. 
   “¡Hiii!”. 
   Cabalgo sin la silla de montar, a pelo, y con las riendas sueltas. Jinete y caballo parecemos uno. 
   —Así me lo hace jurar mi padre —comento. 
   Strategos suelta espuma por la boca. Y vuelve a relinchar. 
   “¡Hiii!”. 
   Recuerdo aquel día con la dulzura de la nostalgia infinita, en el que la infancia escapa a mi voluntad para someterse, al empuñar una espada, a los turbios deseos de la guerra. 
   —Tengo nueve años... 
   Fijo la mirada en el horizonte, como visionando el momento. 
   —…Es en un templo, en Carthago. 
   Sósylos conoce la historia. ¡Tantas veces la oye de mis labios! Aun así, escucha con atención. 
   —¡Sumerge tu mano! —me ordena mi padre. 
   —Amílcar Barca, un gran comandante —apunta Sósylos. 
    —El mejor. 
   —¡Me le recuerdas tanto! Amílcar nos ha sido devuelto en tu persona. Tú llevas su cara, y sus gestos... 
   El relinchar del caballo interrumpe sus palabras. 
   “¡Hiii!”. 
   —...Y el fuego de sus ojos habita en los tuyos, incluso su aspecto. 
   Escucho con el orgullo satisfecho. 
   —A Amílcar le debemos todo lo que somos —apunta. 
   Asiento. 
   —Yo obedezco —continúo—. El recipiente contiene la sangre de un cordero sacrificado. Mi mano se tiñe de rojo. 
   Con el puño en alto, y la mirada severa, imito su gesto al repetir sus palabras. 
   —Juro que mientras la edad me lo permita usaré el fuego, y el hierro, para romper el destino de Roma. 
   Las palabras, esculpidas en mi memoria, no son las de un hombre que dude en llevar a cabo sus juramentos. 
   —Solo así puedo acompañarlo en sus conquistas. 
   —Los dioses son testigos —comenta Sósylos. 
   —La Historia, también—. Los grandes imperios exigen grandes enemigos, Sósylos. 
   —Y Roma lo es. 
   —Roma es lo que nosotros queramos que sea. 
   —¿Lo que nosotros queramos que sea? 
   —¿Pones en duda mis palabras? 
   Antes de contestar, Sósylos medita su respuesta. 
   —No, pero Roma nos somete... 
   Le interrumpo. 
   —Roma no nos somete. Roma nos controla. 
   Sonríe. 
    —¿Olvidas Agrigentum, y Mylae? 
    —Acuérdate de Drépano. 
   Vuelve a sonreír, esta vez con gesto de ironía. 
   —Una victoria entre... 
   Pausa sus palabras. 
   —…¿Cuántas derrotas? 
   —Victoria, al fin y al cabo. 
   —Y nos imponen el tratado de Lutacio en el que perdemos el control de Sicilia, y... 
   Le interrumpo. 
   —El acuerdo es cumplido. 
   —¿Cumplido? A nuestra manera. 
   —A la manera de Asdrúbal, y de los cónsules romanos. El tratado solo prolonga lo inevitable de la contienda.
   —Desde entonces Carthago... 
   Vuelvo a interrumpirle. 
   —¿Carthago? Ahora somos mucho más fuertes. ¿Crees que un ejército perdedor podría haber saqueado Helmantike? ¿Crees que la suerte adversa es la que somete a los olcades? 
   —La amistad con los pueblos íberos nos procura más ventajas que la guerra.    
   —Para asegurar el dominio es necesario someter a las tribus por la fuerza. ¡Qué pronto olvidas la herencia de mi padre! 


   —Con Asdrúbal... 
   Le callo. 
   —Asdrúbal es asesinado por un bárbaro, ¿recuerdas? 
   —De improviso. 
   —A traición, como matan los cobardes. Un siervo galo que venga la muerte de su amo. 
   —El rey Tagus —apunta Sósylos—. El mismo al que Asdrúbal manda crucificar. 
   —¡El rey Tagus! —exclamo—. Otro siervo. 
   Sósylos asiente. 
   —Todavía recuerdo la noche que Hailama, el criado de confianza de Asdrúbal, nos comparte la noticia. 
   —Se arrodilla ante mí —apunto— me besa los pies, y con la voz entrecortada por el dolor grita: 
   “¡Han asesinado a Asdrúbal el Bello! ¡Han asesinado a Asdrúbal el Bello”. 
   —Estoy allí —corrobora Sósylos—. Un siervo galo.... 
   Le interrumpo. 
   —Acabo con su vida, después de torturarlo. 
   —Una muerte justa. 
   —De Asdrúbal el Bello echo en falta su disposición para los sueños. ¿Mi ambición también lo es, Sósylos? 
   —¿Tu ambición, Aníbal? 
   —¿También es un sueño? 
   —¿Un sueño? 
   —Tantas exigencias, ¿para qué? 
   —¿Exigencias? 
   —Me miro a mí mismo, y me pregunto, ¿tantas exigencias en el honor, para qué? 
   —Para dignificar a los dioses, a tu familia, a Carthago. 
   —El camino me queda marcado desde mi nacimiento, y se convierte en una obsesión. 
   —¿Una obsesión? 
   Asiento. 
   —Más bien una voluntad enérgica, la única que puede acabar con el poder de Roma —apunta Sósylos. 
   —La sola voluntad no basta para someter a todo un imperio. 
   Sósylos me consuela. 
   —Tú eres distinto, Aníbal. Tu talento supera en demasía al de todos ellos juntos. 
   —Ya sabes, Sósylos, cuánto repruebo la adulación. 
   —Los soldados encuentran en tu persona al líder que buscan. No perfiles tu camino con los pasos de Asdrúbal el Bello, un hombre tan enamorado de sus sueños... 
   Sósylos medita sus palabras. 
   —...Como de sí mismo. 
   Permanezco pensativo. 
   —En exceso, creo yo —apunta. 
   —¿Sus sueños? —pregunto—. Asdrúbal el Bello consigue que sus sueños sean los sueños de todos nosotros.  
   —Permíteme, Aníbal, que no comparta tu entusiasmo. 
   —¿Entusiasmo? Es la verdad. Los filósofos siempre habéis preferido dormir a soñar. 
   Sósylos gesticula una sonrisa, con sarcasmo.    
   —Aunque mi padre goza de peor suerte —apunto.

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