sábado, 26 de noviembre de 2022

Último adelanto de "LA SOLEDAD DE LO INVISIBLE", próxima novela histórica de Amado Storni.

4


Es un milagro que no abandonase todos mis ideales.
Sin embargo, me aferro a ellos porque sigo creyendo,
a pesar de todo, que la gente es buena de verdad
en el fondo de su corazón


    Aquel año de 1945 se estrena con una ola de frío que congela toda la provincia de Guadalajara. La nevada que cae los días 13 y 14 de enero se hiela y permanece hasta el día 20. Uno de los días, el 13, en Driebes el cielo queda cubierto de nubes. Son las seis de la tarde. Al cerrar la noche, las calles quedan desiertas. Es la típica estampa de un pueblo abandonado.

   El día aún duerme. Hoy el camino desde Albares, unos 8 kilómetros, se anda bien; tardo 5 horas, dos de ida, media en llenar las cántaras y dos y media de vuelta. A Lucera, la mula pequeña y todavía juguetona, le cuesta llevar el serón con las cuatro cubas a rebosar de agua, unos setenta litros. Nunca olvida los caminos que anda. De cabeza alta y patas macizas, su pelaje, corto y áspero y con alguna calva de las que aparecen con la edad o el sufrimiento, es de un color gris que imita al de las perlas. El lomo se adorna con una vieja colcha y el cuello con unos pequeños cascabeles, casi diminutos. Su carácter es el obstinado de las mulas. Todas las tardes espera paciente en el prado a que los niños salgan de la escuela, y salta con ellos, y los persigue al citarla como si fuera un toro. Y cuando los alcanza, los empuja con el hocico hasta que caen al suelo.

   Me hiere el frío; mis manos y mi cara aún conservan el rastro de arrebol que la noche tatúa sin piedad en las pieles. En invierno, el agua de las cubas llega casi congelada y es el ajetreo continuo el que impide que se hiele. Aún no puede beberse; primero hay que mezclarla con el agua sobrante del día anterior, almacenada para este fin, y esperar a que se atempere.

   Llego a casa. Mi madre, una mujer pequeña y delgada pero de gran fortaleza, me espera con el cuerpo envuelto en una manta hecha a mano con los retales sanos de prendas viejas. Cada día me da la bienvenida con dos besos en la mejilla derecha. Hoy la acompaña Higinio, el hijo mayor de Alfonso, muerto por los nacionales debido a su pasado republicano y al chivatazo de un malquerer: son las enrarecidas relaciones vecinales que se originan después de la guerra. Mi madre le sirve el agua a escondidas ya que en el pueblo no se la venden. Su familia, una madre y dos hermanas ―la mayor se coloca de cocinera en la casa del carnicero― subsiste del trabajo de Higinio que, ahora, pica piedra en las recién estrenadas obras del canal de Estremera. La necesidad le obliga a cazar, conejos principalmente, a recolectar espárragos y a robar a los pastores.

   ―Llegas pronto ―afirma mi madre acariciándome la cara.

   ―El camino se anduvo bien.

   Higinio me ayuda a bajar las cubas de agua de la mula que después volcamos en las tinajas de barro cocido que hay en la cuadra, el mismo sitio donde satisfacemos nuestras necesidades fisiológicas. Mi madre, entrada la mañana, vende ese agua en la plaza a dos perrasgordas el litro. La gente la utiliza para beber y para cocinar. Y don Eleuterio, en la taberna, la mezcla con el vino. El agua de pozo, alguno de ellos excavados en las propias casas, también es buena pero no se aconseja su consumo ―es demasiado salobre y se emplea para todo lo demás.

   Apenas descanso un par de horas. Algunas veces, la mayoría, el trayecto de vuelta lo hago dormido a lomos de la burra. Hoy, no.

   ―Ya tienes preparado el puchero ―dice mi madre―. Coge un mendrugo de pan, los más blandos están encima de la mesa. He apartado el duro para ablandarlo con el caldo de la sopa, y el resto, que se lo coman los cerdos.

   Cuando hace matanza, mi madre necesita un permiso expedido por las autoridades de Abastos. Son los encargados de controlar, mediante la elaboración de informes, el abastecimiento de los alimentos. Aun así, la mayoría de las veces consigue esquivarlo. Cada noche, mi tía Inés, hermana de mi madre, hace pan negro, de cebada, que raspa como un palillo de dientes y que ahoga al tragarlo. Cuando muele el grano esconde cuatro o cinco costales en el monte. Así evita a los agentes de la Fiscalía, y a los de la tahona a quienes tiene que entregar la poca harina que queda. El vino nunca falta y el aceite se vende a cucharadas. A pesar del hambre, nunca se desentierran animales muertos para comerlos; miente quien diga lo contrario.

   Hoy el puchero lleva migas.

   ―Hasta la tarde ―me despido.

   ―Arrópate bien no me cojas frío.

   Después de transportar el agua me ocupo en las obras del canal de Estremera picando piedra; otros cinco kilómetros, poco más de tres cuartos de hora si el camino se anda con prisa. El día ya se nos echa encima. Son tiempos duros estos que me tocan vivir y que me hacen sentir tan extraño. Aunque no siempre es así. Los padres de mi madre atesoran un gran capital y heredan tierras, las que mi abuelo pierde en sus continuas apuestas en los juegos de cartas. De un día para otro, mi madre y sus hermanos abrazan la miseria y se ven obligados a trabajar en las labores de un campo cuyas tierras fueron suyas. Cuando llega la adolescencia, mi madre se libera del yugo de escardar y de trillar la parva al casarse con mi padre, un agricultor que arrienda las tierras a los Zorita, sus propietarios, que no las cultivan.

   Higinio me acompaña el andar.

   ―¿Cuándo dejaremos de ser pobres? ―pregunta.

   ―Los hay mucho más pobres que nosotros.

   ―¿Más? Lo dudo.

  ―Pregunta a los que llegan al pueblo pidiendo un pedazo de pan, aunque sea duro. ¡Se comen lo que nosotros les echamos a los cerdos!

 ―Solo viven bien los que mandan ―comenta con rabia―. Ni la guerra cambia eso. Los necesitados de antes somos los pobres de ahora.

  ―No todos.

  ―Nosotros sí, y eso basta.

   Higinio detiene su paso y observa el paisaje.

 ―Mira, todo ha quedado destrozado. 

   Los campos son una estepa llana, árida y pedregosa, apenas sin vida, de escasa vegetación donde tan solo sobreviven los hierbajos. Ya no conservan esa visión bucólica, apacible y meramente paisajística de antaño.

  ―Somos pobres, sí, pero pobres vivos ―apunto.

 ―Algunas veces la vida no merece la pena vivirla. Mírame, la única herencia de mi padre es el hambre.

  ―Mi madre lo hereda del suyo.

  ―No es lo mismo.

  ―Y ella viuda y yo huérfano; como tu madre, y como tú.

 ―El único pecado que comete mi padre es el de ser republicano. 

 ―Cuenta mi madre que el mío lucha en ambos bandos sin ser de ninguno. Tiene la suerte de que la bala que le mata la dispara el fusil de un rojo, nada más.

  ―Su suerte y la vuestra.

  ―¿Tanto te molesta nuestra suerte?

   Higinio calla y sigue andando.

  ―Reza para que no nos falte lo poco que aún nos queda ―le aconsejo.

   Higinio vuelve a detenerse.

   ―Yo no sé rezar.

   Coge un terruño y lo deshace en su mano. La tierra se convierte en polvo.

   ―Este año será difícil, lo presiento. 

   ―¿Más?

 ―De este año solo recordaremos la miseria. Mil novecientos cuarenta y cinco será el año del hambre. 

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