IV
Antonino
El día amanece alegre y despejado. Aromático. Casi poético. Con la
lentitud propia del andar consumido por la costumbre, la mañana desteje el
rocío que resbala por el alma de la flor ―la
hoja― como la lágrima que habita en las
pupilas y alcanza el suelo, donde muere. El sol, espléndido ―autumno caelum― aún no es de mediodía; con una luz que recorta las
sombras y cuyos rayos regurgitan la vida con el reflejo del oro fresco.
Domus Antonino
Llaman a la puerta. Acudo tan rápido como me lo permite la cojera. Abro. Me encuentro a tres mujeres, dos de ellas de avanzada edad aunque menos que la mía.
―¿Qué deseáis?
―Preguntamos por Antonino ―contesta una, la más agraciada.
―Yo soy Antonino.
Las tres se sorprenden al verme.
―Te pareces tanto a...
La interrumpo.
―A Claudio, el emperador. ¡Me ven en él tantas veces!
―Que los dioses lo tengan en su gloria.
―Yo no balbuceo ―les aclaro.
Pero a menudo babeo. Y también acostumbro a limpiar los restos de saliva que quedan en la comisura de mis labios con las mangas de la túnica. Me defino como un hombre alto, esbelto, de cuello robusto y cabellos canos, que porta el mismo gesto indescifrable que luce Claudio instantes antes de ser envenenado. De precaria condición física ―los tics del rostro me afean el gesto― la nariz me gotea y me distancia la sordera. Y me incomodan en demasía las dolencias del estómago. Los excesos alimentarios me ocasionan una pancreatitis. Mi andar es rígido al cojear de la pierna izquierda, aunque en ocasiones exagero los rasgos para captar la atención.
―¡Cuántos cojos hay en esta ciudad! ―apunta la más joven.
No le presto interés. Las complicaciones amorosas también me asemejan al difunto Claudio. Mi tercera esposa, Livia, mi prima, tiene quince años cuando la desposo ―treinta y cinco menos que yo―. Es una mujer que en mi presencia se jacta de su alocada promiscuidad. La repudio, aunque dos años después vuelvo a casarme con una mujer a la que nunca amo; si permanecemos unidos es por rencor.
Claudio me destierra de Roma ya que teme que le asesinen y suplanten con mi identidad la del hombre más poderoso del mundo.
―Aún no me habéis dicho quiénes sois y qué motivo os ha
traído a mi casa.
―Soy Lolia Saturnina, y las mujeres que me acompañan son Actea, mi hermana, y Drusila ―comenta a la par que las señala.
―¿Lolia Saturnina? ―pregunto con asombro―. ¿La misma Lolia Saturnina favorita del malogrado Claudio?
―La misma.
Una risa cómplice se apodera de su
semblante. Aquel gesto vincula la proximidad del trato.
―Los que exageran tu belleza
se quedan cortos ―la adulo―. Sin lugar a dudas merecedora de los favores de
cualquier emperador, incluso más: los de cualquier hombre.
―Agradezco tus halagos. ¿Nos invitas a pasar?
―Sería un atropello no dejarte entrar en tu propia
casa. Disculpa mi torpeza.
Para acceder
a la domus, de una sola planta, los visitantes sortean el escalón que la separa
del empedrado de la calle. Dos pilastras ornamentadas con hermosos capiteles
dan acceso a las puertas, traspasado el vestíbulo. Son de madera de encina, con
doble hoja cortada a la mitad para permitir la apertura de la parte superior,
que es como se encuentran ahora, permaneciendo la inferior cerrada. Así se
ventila mejor la estancia. Las puertas abren al interior.
―¡Salve Cave canem! ―lee Lolia Saturnina en voz alta.
Es el saludo que hay grabado en el pavimento.
―Así se evitan las visitas no deseadas ―la explico.
Dejamos atrás un pasillo y accedemos al atrio que tiene forma cuadrangular.
―Con el pie derecho ―advierto.
Todas obedecen.
El atrio es un espacio porticado con columnas de alabastro cuyas paredes se adornan con frescos. A Lolia Saturnina le maravilla el olor de la estancia.
―¡Qué bien huele!
―Cada
pebetero ―señalo los cuatro que hay ―lo relleno con perfume de lilo mezclado con aceite de oliva.
El techo se
abre y los aleros, ocupados cada primavera por las golondrinas, se inclinan
para facilitar la recogida del agua de lluvia. El líquido, a través de unas
canalizaciones, acaba almacenado en el estanque que ocupa la parte central del
atrio.
―¡Cuánta
belleza! ―exclama Lolia Saturnina.
Invito a las mujeres a que accedan a
una de las dos habitaciones, la que se sitúa a la izquierda.
―Entrad, aquí duerme
Kalendio, mi esclavo ―las explico―. Poco más que ver.
Salimos de
nuevo al atrio. En uno de sus extremos, el derecho, se sitúa una capilla
realizada en estuco; en el otro, se encuentra la cocina, con un fogón
construído de albañilería. No dispone de chimenea.
―Aquí, Kalendio prepara la comida. Las
menos de las veces porque la mayoría de los días nos la traen a casa.
―¡Qué limpio está todo! ―comenta Lolia Saturnina.
―Kalendio es un esclavo ejemplar. No sé
qué haría sin él.
―¿Qué edad tiene?
―Va a cumplir los sesenta. Lleva media
vida conmigo. Ya me sirve en Roma.
―¿No es muy viejo?
―Lo viejo vale para mucho.
El suelo se
pavimenta con granito, más resistente, pues el paso es frecuente. Un despacho
comunica el atrio con el peristilo.
―¡Qué espacioso! ―exclama Drusila.
―Cuidado con el escalón.
La estancia,
doble en longitud de larga que de ancha, se decora con una mensa circular
tallada en madera de nogal con incrustaciones de pedrería. En ella se expone la
vajilla, de cerámica. Lo complementan tres triclinium orientados al mediodía,
colocados en forma de u, cubiertos con almohadones bordados con escenas
mitológicas y rellenos de paja para suavizar su dureza. En la pared, un fresco
del puerto de Ostia.
―¡El puerto de Ostia! ―exclama Lolia
Saturnina.
Suspiro.
―¡Cuando lo miro consuelo su ausencia!
―¿Desciendes de Ostia? ―pregunta Actea.
La nostalgia maquilla mis palabras. Con la mano derecha acaricio la pintura.
―Allí nazco y allí me crían, al amparo del mar y de los
comerciantes que llegan desde todos los lugares. Algunas veces huelo la brisa
marina ―coloco la nariz sobre la pared― y otras ―apoyo con suavidad la oreja derecha― escucho el bullicio de sus gentes.
Lolia Saturnina acerca su rostro para
comprobarlo.
―Yo también lo escucho.
―Y
cuento
las olas.
Entorno los ojos.
―Yo salgo de Ostia pero Ostia no sale de mí.
―Regresarás algún día ―me asegura―. Somos como las abejas, siempre volvemos a la colmena.
Excelente prosa que te envuelve y atrae. Desde luego promete ser la gran obra de nuestro escritor Amado Storni. Espero con impaciencia su publicación para deleitarme en su lectura y de momento con estos adelantos que va publicando voy haciendo más corta la espera.
ResponderEliminar