XI
LAS GOTAS DE AGUA
“Lo que
sabemos es una gota de agua;
lo que ignoramos es
el océano”
Isaac Newton; inventor inglés
I
Lo que más me
excitaba era ver cómo en aquel cuerpo curvilíneo las gotas de agua luchaban por
no caer al suelo o no evaporarse con los rayos del sol. Ver cómo en aquel
cuerpo curvilíneo las gotas deslizaban el deseo, un deseo tan placentero como
efímero. Abandonar ese cuerpo era como saltar al vacío sabiendo que estrellarse
contra el suelo era morir de placer. Aunque la muerte no
importaba después de haber saboreado cada rincón de aquel cuerpo, un cuerpo que
tantos y tantos hombres hacíamos nuestro con la mirada. En el agua, Leire se
sentía como un pez en un acuario: atrapada pero protegida, limitada pero
aventurera; arrogante de saber que cada gota luchaba con sus semejantes por
acariciar su cuerpo y permanecer en él el mayor tiempo posible. Millones de
gotas repartidas por aquel cuerpo perfecto, acomodadas en sus senos aniñados,
deslizándose por su vientre, acariciando su cintura caprichosa, tocando el
cielo de su verticalidad más deseada, la tersura de sus muslos y recorriendo el
atajo interminable de sus piernas. Un segundo después aquellas gotas caían al
suelo agotadas, abatidas por la gravedad y la inercia, resignadas pero
satisfechas. Era entonces cuando morir derretidas en aquel bello cuerpo,
salvaje y exclusivo, no importaba nada.
II
Cuando me
miraba imaginaba que me soñaba desnuda. Y sus sueños, que eran los míos, se abrazaban a mis
noches como el deseo se abraza a la ausencia, como la ausencia se abraza
al olvido. Sentía en mis caderas las caricias impúdicas de su mirada, sus
pupilas clavándose en mis senos aniñados, sus ojos despeinando el rubio de mis
cabellos. Soñaba despierta e imaginaba cómo sus desvergonzados dedos buceaban
entre la seda de mis bragas en busca de mi sexo. Le imaginaba paseando su
lengua por mi espalda, bajándome con delicadeza las braguitas hasta alcanzar
las rodillas, dándome mordiscos en el culo para luego recostarme sobre la
encimera y separarme las piernas para así acceder más fácilmente a mi sexo, que
se ofrecía como un vergel aún sin explorar. Y su lengua se introducía con maestría
dentro de mí sin violentarme, con método y mesura, con cariño y disciplina.
Entonces observaba el reflejo de mi cara en el cristal de la vitrocerámica y
contemplaba el rostro de una mujer abstraída de placer.
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