sábado, 22 de octubre de 2022

LA RAZÓN DE LO APARENTE

   Los fantasmas no siempre hemos sido fantasmas. Antes fuimos personas con preocupaciones, con ilusiones, con rutina. Personas con memoria, con inquietudes, con fracasos. Yo, por ejemplo, era un hombre felizmente casado. A mi matrimonio le debo una hija, una hipoteca, un pasado. Entonces, ¿cuándo nos convertimos las personas en fantasmas? Me llamo Amado Storni. Permítame, amigo lector, que le cuente mi historia.

   Ha leído bien. Mi matrimonio era un matrimonio feliz. A Consuelo, mi sufrida esposa, la conocí en la fiesta de cumpleaños de un amigo común. Una rubia de pelo interminable, ojos zarcos y una sonrisa grácil hospedada en unos labios contorneados de carmín. Fui flechado por sus ojos al mirarme, y por sus labios al hablarme, y por sus manos al tocarme. Ese mismo día nos prometimos amor eterno. Al mes, nos dábamos el “sí quiero” y un año después, tanta pasión era correspondida con el nacimiento de Daniela, una preciosa niña de ojos azules, como su madre. Fueron tiempos felices en los que Consuelo conquistaba el mercado de la moda íntima con “Tersa”, su firma en lencería,  y yo era ascendido a jefe de recursos humanos en una importante multinacional dedicada a la gestión informática. El presente nos duraba muy poco; nos completábamos, quiero decir.

   Pero un veintinueve de un febrero bisiesto, la suerte cambió de bando. Patty, la nueva directora ejecutiva, llegaba a la empresa para pintar de negro el rojo intenso de los números de las cuentas. Una mujer con el indómito don de imponer siempre su razón. ¡A cualquier precio! De esas personas de trato difícil a las que les gusta con desmesura someter a los demás. En cuestiones del querer, las flechas de Cupido nunca la acertaron. ¡Ni siquiera la rozaron! Sus relaciones se mantuvieron a flote por el interés de unas piernas siempre abiertas al sexo pero cerradas al amor. La suerte, la muy mala, la llevó a fijarse en mí. Y las rectas paralelas de nuestros destinos empezaron a cruzarse.

   El tiempo pasaba veloz, como de costumbre. Patty decidió que el mundo de la oficina era demasiado pequeño y trasladó nuestra relación al bullicio de los garitos, esos vertederos de amor donde la soledad se pinta de deseo. Y la mala excusa del exceso de trabajo empezó a justificar mis ausencias del hogar.

   El día de mi muerte Irina, la sumisa secretaria de Patty, me avisó de que "la doña", - así insistió la nueva directora que la llamáramos -, quería verme.

   -Buenos días señor Storni. La señorita Smith le espera en su despacho.

   -Gracias Irina. Voy enseguida.

   Un minuto más tarde, mis nudillos golpeaban la puerta del despacho. A Patty no le gustaba que la hicieran esperar.

   -¿Se puede?

   -Pasa y cierra la puerta, -me ordenó-. No te sientes.

   En su mesa, apilados, había cientos de contratos. Cogió un montón. Al azar.

   -Quiero que les redactes la carta de despido.

   -¿No tendríamos que revisar cada caso? -pregunté ingenuo.

   -Son sus despidos o el tuyo, -me contestó arrogante-. ¡Toma! Si quieres te los estudias. Tienes una hora.

   Con su áspera diplomacia me invitó a salir del despacho. Una hora después, Patty se presentaba en el mío. Entró sin llamar, como siempre.

   -¿Están listas ya esas cartas?

   -Aquí las tienes.

   -No te sientas mal. A la gente hay que despedirla para que no recorten nuestros sueldos. 

   Patty se sentó en el brazo derecho de mi sillón. Atusándome el pelo, con un tono acaramelado y conciliador, me susurró al oído:

   -¡No seas tonto! Si me acercas a casa te invito a una copa. Ha sido un día muy duro para todos.

   Sus caricias me convencieron. Aquella noche la muerte nos encontró a los dos cuando mi coche chocó contra un camión que circulaba en sentido contrario. 

   Así es como las personas nos convertimos en fantasmas. Es la última oportunidad que los dioses del reino de lo oculto nos brindan a los que como yo nos arrepentimos de nuestros errores. Patty, sin embargo, ha tenido peor suerte. Convertida en un espectro sin esperanza de perdón, se reencarna en los cuerpos de aquellos que odian más que aman; inquinas viscerales que la matan un día para volver a morir al día siguiente.

   Desde esta cárcel sin barrotes disfruto la niñez de mi hija. Ya ha cumplido ocho años. ¡Cómo se parece a su madre! En noches como ésta velo sus sueños. Y al sentirla dormida, beso su mejilla. Y desde esta prisión lleno mi soledad de recuerdos. Y sufro. Y lloro. Y en la razón de lo aparente, la pérfida angustia me obliga a dudar si las personas no serán los fantasmas y nosotros, los fantasmas, las personas.

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