Ya nada se podía hacer por él. La vida le había utilizado para su engranaje de intereses. Desgastado por el polvo de carbón depositado en las paredes de las galerías, tras treinta años de trabajo en la mina Monte María Luisa, aquel barrenista sólo valía para recordar. Desde hacía tres años, Francisco era asiduo de la oficina de empleo. Otro más. Los funcionarios trataban de animarle: “Paco, la esperanza es lo último que se pierde”. ¡Pero la ilusión se consume tan deprisa! Tan rápido como el ascua que entra en contacto con el agua. Una mañana de otoño, Paco acabó con su vida. Hacía dos días que Esperanza, su mujer, le había dejado. Haciendo valer las palabras de aquellos empleados, se quitó la vida. A Paco ya no le quedaba Esperanza.
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