En la ciudad de los sueños los mendigos se dedican a enseñar a la gente. Son los más apropiados para ello ya que han vivido todos los días de su vida. Se alojan en la calle pues es la única que siempre enseña. A Edgar, que así se llama el mendicante de esta historia, le gusta oler bien; procura asearse todos los días aunque la barba, teñida de blanco por el incesante paso de los años, apenas la retoca. Como bien dice, es un símbolo de prestigio.
Edgar reside en una céntrica plaza; en un rincón ajardinado, entre los cartones corrugados faltos de rigidez debido al frío y la humedad, guarda todas sus pertenencias: un par de mantas – una de ellas de felpa -, un colchón mullido, una escoba y un carro metálico en el que porta un paraguas, una maleta de color marrón oscuro, una pelliza y un par de zapatos de cuero artificial con la suela y la puntera desgastadas.
Edgar acostumbra a tocar la flauta. Al terminar cada canción explica a los presentes la historia del músico que la compuso. Algunos días, empuñando una rama seca a modo de tiza, pinta en el suelo para ilustrar sus palabras cuando enseña por qué la Tierra es redonda, o mientras habla de Pitágoras y de su archiconocido teorema. Pero todos, incluso los festivos, coge la escoba y limpia la calle.
-La limpieza es el lujo del pobre-, comenta mientras barre.
La gente detiene su prisa para escucharlo porque sabe que las historias que cuenta no se olvidan nunca. Y le emulan explicando a sus hijos las raíces cuadradas, “busca un número que multiplicado por sí mismo se acerque a tu primer dígito”, o enseñándoles por qué los barcos no se hunden en el mar, “la densidad total del barco compuesto por hierro y aire es varias veces menor que la del barco constituido totalmente por agua”.
Un día, mientras Edgar elucubraba mirando al cielo, alguien se le acercó. Era un señor bien trajeado; lucía corbata y calzaba unos zapatos Dr. Martens. En la mano derecha portaba un maletín y un paraguas en la izquierda. Cuando se vieron, ambos se fundieron en un intenso abrazo. Permanecieron así unos segundos. Con los ojos aún lacrimosos, el hombre habló:
-Gracias a ti estoy vivo. Tú me enseñaste a vivir.
Edgar sonreía.
-Te equivocas -contestó-. Tus ganas de aprender te enseñaron a vivir. El agradecido soy yo.
Y volvieron a fundirse en otro abrazo.
Si hoy buscan a Edgar no lo encontrarán en la plaza. El mendigo más popular de la ciudad de los sueños ya no vive allí. En su lugar hay una estatua suya con la siguiente inscripción:
“La lógica te llevará desde el punto A hasta el punto B. La imaginación, a todas partes”.
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