Dolores, a la que todos llamaban Lola, nació en un pueblo con mar cuando el reloj de la suerte marcaba la profecía. Mariela, su madre, viuda de un soldadito marinero, dio a luz en una fría cama de hospital. Un parto difícil pues la niña no quería venir al mundo; aunque cuando se aprende a llorar por algo, también se aprende a defenderlo. Un veinte de abril del noventa, Lola cambió los calcetines y las coletas del colegio de monjas por un amante, Rufino, que la invitaba a jugar al casino. Y pasó de ser la niña de azul a mujer fatal, siempre con problemas, que acababa sus noches ahogada en la barra de un bar, el vertedero de amor donde el vaso siempre acaba siendo amigo mudo. Y entre la cirrosis y la sobredosis, en compañía de una copa, de unos amigos y de un poquito de rocanrol, la adolescente lidiaba la vida. Demasiado joven para comprender que cuando se viaja por la autopista fin de siglo, el destino siempre es la muerte.
La vida de Lola se escribió a la par que la letra de muchas canciones. Solo dejó un sueño sin cumplir: ir a L.A.
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