CAPÍTULO IIII
BELSA
CARACCA. AÑO 236 a. de C.
El
calor ya se palpa de verano, incluso en esta noche tan
estrellada en la que el viento mece discreto las copas de los
árboles. En la cueva de Yilda, dos mujeres, una de avanzada edad
—Metragirta— y otra de apariencia más joven —Orabona— le
asisten en el parto. Son ellas las que siempre están presentes
cuando se complica la venida al mundo de los animales. Los ojos de
Yilda, ahora de un color blanco pálido, permanecen vueltos.
—¡Ahhhhh!
—grita.
A
su lado, acostado en el mismo lecho, la acompaña Liticus, su pareja,
que simula padecer sus mismos dolores.
—¡Ahhhhh!
—grita.
El
sufrimiento de la joven se alivia con el vapor exhalado de las bayas
de muérdago que se hierven en el agua. La más joven de las parteras
aviva el fuego con leña.
—¡Empuja!
¡Empuja! —ordena Metragirta.
—¡Ahhhhh!
—grita Yilda.
Y
Liticus la acompaña.
—¡Ahhhhh!
—¡Ya
asoma la cabeza! —dice emocionada Orabona.
La
neonata, ayudada por las manos de la partera, se desliza entre las
piernas de su madre, todas cubiertas en sangre.
—¡Es
una niña! —exclama Metragirta.
Liticus
se incorpora y con el mismo cuchillo que utiliza para despiezar a las
bestias, separa el cordón que une a la pequeña con su madre. Y
luego, la coge, con ambas manos, la alza al cielo y da vueltas sobre
sí mismo.
—¡Doy
gracias a los dioses por el nacimiento de esta niña! —grita
emocionado.
;Los
ojos de Yilda, que ya vuelven a su verde natural, la miran con el
encanto de una madre primeriza.
—¡Es
una diosa! —exclama Liticus.
La
niña, que apenas tiene llanto, observa el mundo al amparo de unos
ojos también verdes, y grandes, y profundos, y vivaces, en clara
herencia de su madre. Tiene la nariz pequeña, y algo respingona, y
el semblante despejado, y la sonrisa amable. Y es hermosa, muy
hermosa, y dueña de la viva inquietud de quien quiere dominarlo
todo, y a todos, y al mismo tiempo.
—Toma
—dice Liticus.
Y se la entrega a Metragirta para que la limpie de sangre.
—¡Qué
piel tan blanca tiene! —dice sorprendida.
Y
tan suave, y tan tersa que parece de mármol. Una vez aseada, Liticus
se la entrega a Orabona, que también es una madre reciente —de su
segundo varón, de nombre Caro— para que la amamante en sus
primeras horas de vida.
Amanece.
Ya se refleja el sol en las aguas del río.
CARACCA. AÑO 233 a. de C.
La
pequeña, a la que llaman Belsa, crece con salud. Desde el primer
instante de su nacimiento se acostumbra a los pechos de Orabona y no
quiere otra leche que no mane de ellos. Todavía no le salen los
dientes cuando fallece su hermano —al que llaman Liticus, como su
padre, menor que ella—. La niña juega agitando un sonajero, y con
su ruido ahuyenta a los espíritus, los malos. Desde muy temprana
edad, Belsa es educada por su madre en las tareas propias de las
mujeres carpetanas.
Explicatio
Las
mujeres carpetanas son de naturaleza libre, y hermosas, y aseadas en
el vestir, y también en el comer. Y tienen la tez blanca, y son
fuertes,
y robustas, y
valerosas, y amantes
de la libertad. Consideradas
socialmente, sus opiniones son tan respetadas como las de los
hombres y en sus acciones, al
ser criadas de una manera muy similar, se asemejan a las de ellos. Y son tanto o más animosas, pues
defienden sus destinos, tantas veces adversos, con mucho valor y con
tanto o más coraje, llegando, incluso, a combatir juntos en la
defensa de los poblados. Desde una edad muy tierna aprenden las
costumbres y son
ellas las que mantienen viva la memoria colectiva al compartir sus
historias, aquellas que muestran a sus hijos los valores, y también
las virtudes. Dedican
su tiempo a la agricultura —la vid, y el olivo, y el trigo, y la
cebada— y a la ganadería —sobre todo ovinos y caprinos— y a
la recolección de frutos en los bosques —bellotas,
principalmente—. Y también, a tejer, y a coser.
Y suelen vestir peplos
de lana que sostienen a la túnica con un par de fíbulas, y recogen
sus cabellos, tan largos, con agujas
de bronce. Y se casan
para equilibrarse en número a los hombres garantizando, así, la
supervivencia de la tribu. Aunque la mujer está muy considerada, la
carpetana no es una sociedad basada en el matriarcado ya que las
relaciones de identidad se establecen siempre con el padre de
familia.
CARACCA. AÑO 222 a. de C.
La
infancia de Belsa, tan soberbia, y tan indómita, y tan insolente, se
liquida cuando se desvanece en el tiempo de una adolescencia que le
da la bienvenida en forma de la mujer que fascina a quien la observa.
La belleza moldea todas sus curvas, de arriba a abajo, y se recrea en
la silueta de unos pechos de gran tamaño,
otra de las muchas herencias de su madre. Un cuerpo tan desconocido para
ella como apetecible para los demás. Hilernus, el primogénito de
Orabona, le
fija su atención y ambos se unen al destino de su casamiento. La
unión es impuesta por Liticus, exaltando así el valor que Hilernus
demuestra como guerrero.
Explicatio
En
la sociedad carpetana, los lazos que hacen proliferar los vínculos
sociales son la vecindad, la hospitalidad, el matrimonio y la
familia.
BATALLA
DEL RÍO TAGUS. AÑO
220 a. de C.
Padre,
lléveme a mí también —le pido con un tono suplicante.
Sonríe.
—¡Imposible!
¿Quién cuidará de tu madre?
Le
miro, fijamente.
—Mi
madre ya sabe cuidarse sola.
—¡Imposible!
—repite.
Me
besa en la mejilla y luego, abraza a mi madre, y la acaricia el
cuello, muy lentamente. Y sus labios se juntan en un prolongado beso.
—Ten
cuidado —dice resignada.
—¿Cuidado?
Sonríe.
—No
es la primera vez...
Mi
madre le interrumpe.
—Sé
que no es la primera vez, pero quiero que no sea la última.
Y
se vuelven a besar.
—Somos
dueños de nuestro destino —comenta mi padre—. La historia de los
pueblos libres siempre merece ser contada.
—Liticus,
que seas tú quien nos la cuente —le pide mi madre.
Aquellas
me parecen las palabras de quienes se despiden para no volverse a ver
nunca más. Hilernus,
mi esposo, también se despide de nosotras.
—Volveremos
juntos —me promete mientras me abraza.
En
el transcurso de aquellos interminables días, desde que amanece y el
cielo se abre hasta que el sol alcanza su cénit y reposa, en un
color con tonos anaranjados y sobre las aguas del río, mi madre y
yo, titubeantes, contemplamos en lo más alto de un cerro a nuestros
guerreros, faltos del miedo tan necesario para combatir. Los vemos
desordenados, y cada vez más inquietos. Y retrocediendo para
volverse a agrupar, y solamente honrados por una
muerte que se apuntala segura en un combate tan desigual, auspiciado
en esa noble y caprichosa causa de vencer, o morir. Y permanecemos
inmóviles, las dos, esperando la decisión favorable de los dioses,
que nunca llega. Nuestros hombres son derrotados por las espadas
enemigas.
—Debemos
huir —grita mi madre mientras llora sin apenas consuelo.
La
miro, fijamente.
—Somos
carpetanas —digo.
Para
cuando el día atardece, nuestro destino ya es otro.
CAMPAMENTO
CARTAGINÉS A ORILLAS DEL RÍO TAGUS. ATARDECER. AÑO
220 a. de C.
Distraída
en la confianza que otorgan los detalles, en la amargura de un rostro
enlutado de recuerdos, me embebo en los rumores de aquel día de un
otoño que parece eterno.
—¡Massan!
¡Naravas! ¡Sujetadla! —exclama Sósylos.
Agotada
en el esfuerzo, me sangra la nariz.
—¡Muévelo!
—le ordena a su siervo.
Uno
de los jóvenes obedece y estimula el miembro de aquel anciano que
gime solo por el ansia que le provoca el placer de mi sometimiento.
El otro, me tapa la boca. Así acalla mi voz, pero no mi dolor.
—Mi
vida ya crece en tu vientre —susurra.
Caigo
al suelo, como ausente de una vida carente de sentido, derrotada por
el desconsuelo de tanta deshonra, y tan desmedida. Mi
cuerpo ya alberga la semilla de una vida a la que el tiempo me impone el cariño.
CARACCA. AÑO
217 a. de C.
Thurro,
que así llamo al vástago, cumple dos años.
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