viernes, 6 de junio de 2025

Segundo adelanto de "LOS FALSOS CRISTIANOS", segunda de las novelas que conforman la trilogía de Caracca y de la localidad alcarreña de Driebes


CAPÍTULO IIII 

BELSA 

   CARACCA. AÑO 236 a. de C. 

   El calor ya se palpa de verano, incluso en esta noche tan estrellada en la que el viento mece discreto las copas de los árboles. En la cueva de Yilda, dos mujeres, una de avanzada edad —Metragirta— y otra de apariencia más joven —Orabona— le asisten en el parto. Son ellas las que siempre están presentes cuando se complica la venida al mundo de los animales. Los ojos de Yilda, ahora de un color blanco pálido, permanecen vueltos.
   —¡Ahhhhh! —grita.
   A su lado, acostado en el mismo lecho, la acompaña Liticus, su pareja, que simula padecer sus mismos dolores.
   —¡Ahhhhh! —grita.
   El sufrimiento de la joven se alivia con el vapor exhalado de las bayas de muérdago que se hierven en el agua. La más joven de las parteras aviva el fuego con leña.
   —¡Empuja! ¡Empuja! —ordena Metragirta.
   —¡Ahhhhh! —grita Yilda.
   Y Liticus la acompaña.
   —¡Ahhhhh!
   —¡Ya asoma la cabeza! —dice emocionada Orabona.
   La neonata, ayudada por las manos de la partera, se desliza entre las piernas de su madre, todas cubiertas en sangre.
   —¡Es una niña! —exclama Metragirta.
   Liticus se incorpora y con el mismo cuchillo que utiliza para despiezar a las bestias, separa el cordón que une a la pequeña con su madre. Y luego, la coge, con ambas manos, la alza al cielo y da vueltas sobre sí mismo.
   —¡Doy gracias a los dioses por el nacimiento de esta niña! —grita emocionado.
   ;Los ojos de Yilda, que ya vuelven a su verde natural, la miran con el encanto de una madre primeriza.
   —¡Es una diosa! —exclama Liticus.
   La niña, que apenas tiene llanto, observa el mundo al amparo de unos ojos también verdes, y grandes, y profundos, y vivaces, en clara herencia de su madre. Tiene la nariz pequeña, y algo respingona, y el semblante despejado, y la sonrisa amable. Y es hermosa, muy hermosa, y dueña de la viva inquietud de quien quiere dominarlo todo, y a todos, y al mismo tiempo.
   —Toma —dice Liticus.
   Y se la entrega a Metragirta para que la limpie de sangre.
   —¡Qué piel tan blanca tiene! —dice sorprendida.
   Y tan suave, y tan tersa que parece de mármol. Una vez aseada, Liticus se la entrega a Orabona, que también es una madre reciente —de su segundo varón, de nombre Caro— para que la amamante en sus primeras horas de vida.
   Amanece. Ya se refleja el sol en las aguas del río.

   CARACCA. AÑO 233 a. de C.

   La pequeña, a la que llaman Belsa, crece con salud. Desde el primer instante de su nacimiento se acostumbra a los pechos de Orabona y no quiere otra leche que no mane de ellos. Todavía no le salen los dientes cuando fallece su hermano —al que llaman Liticus, como su padre, menor que ella—. La niña juega agitando un sonajero, y con su ruido ahuyenta a los espíritus, los malos. Desde muy temprana edad, Belsa es educada por su madre en las tareas propias de las mujeres carpetanas.

   Explicatio

   Las mujeres carpetanas son de naturaleza libre, y hermosas, y aseadas en el vestir, y también en el comer. Y tienen la tez blanca, y son fuertes, y robustas, y valerosas, y amantes de la libertad. Consideradas socialmente, sus opiniones son tan respetadas como las de los hombres y en sus acciones, al ser criadas de una manera muy similar, se asemejan a las de ellos. Y son tanto o más animosas, pues defienden sus destinos, tantas veces adversos, con mucho valor y con tanto o más coraje, llegando, incluso, a combatir juntos en la defensa de los poblados. Desde una edad muy tierna aprenden las costumbres y son ellas las que mantienen viva la memoria colectiva al compartir sus historias, aquellas que muestran a sus hijos los valores, y también las virtudes. Dedican su tiempo a la agricultura —la vid, y el olivo, y el trigo, y la cebada— y a la ganadería —sobre todo ovinos y caprinos— y a la recolección de frutos en los bosques —bellotas, principalmente—. Y también, a tejer, y a coser. Y suelen vestir peplos de lana que sostienen a la túnica con un par de fíbulas, y recogen sus cabellos, tan largos, con agujas de bronce. Y se casan para equilibrarse en número a los hombres garantizando, así, la supervivencia de la tribu. Aunque la mujer está muy considerada, la carpetana no es una sociedad basada en el matriarcado ya que las relaciones de identidad se establecen siempre con el padre de familia.


   CARACCA. AÑO 222 a. de C. 

   La infancia de Belsa, tan soberbia, y tan indómita, y tan insolente, se liquida cuando se  desvanece en el tiempo de una adolescencia que le da la bienvenida en forma de la mujer que fascina a quien la observa. La belleza moldea todas sus curvas, de arriba a abajo, y se recrea en la silueta de unos pechos de gran tamaño, otra de las muchas herencias de su madre. Un cuerpo tan desconocido para ella como apetecible para los demás. Hilernus, el primogénito de Orabona, le fija su atención y ambos se unen al destino de su casamiento. La unión es impuesta por Liticus, exaltando así el valor que Hilernus demuestra como guerrero.

   Explicatio

   En la sociedad carpetana, los lazos que hacen proliferar los vínculos sociales son la vecindad, la hospitalidad, el matrimonio y la familia.

   BATALLA DEL RÍO TAGUS. AÑO 220 a. de C.

   Padre, lléveme a mí también —le pido con un tono suplicante.
   Sonríe.
   —¡Imposible! ¿Quién cuidará de tu madre?
   Le miro, fijamente.
   —Mi madre ya sabe cuidarse sola.
   —¡Imposible! —repite.
   Me besa en la mejilla y luego, abraza a mi madre, y la acaricia el cuello, muy lentamente. Y sus labios se juntan en un prolongado beso.
   —Ten cuidado —dice resignada.
   —¿Cuidado?
   Sonríe.
   —No es la primera vez...
   Mi madre le interrumpe.
   —Sé que no es la primera vez, pero quiero que no sea la última.
   Y se vuelven a besar.
   —Somos dueños de nuestro destino —comenta mi padre—. La historia de los pueblos libres siempre merece ser contada.
   —Liticus, que seas tú quien nos la cuente —le pide mi madre.
   Aquellas me parecen las palabras de quienes se despiden para no volverse a ver nunca más. Hilernus, mi esposo, también se despide de nosotras.
   —Volveremos juntos —me promete mientras me abraza.
   En el transcurso de aquellos interminables días, desde que amanece y el cielo se abre hasta que el sol alcanza su cénit y reposa, en un color con tonos anaranjados y sobre las aguas del río, mi madre y yo, titubeantes, contemplamos en lo más alto de un cerro a nuestros guerreros, faltos del miedo tan necesario para combatir. Los vemos desordenados, y cada vez más inquietos. Y retrocediendo para volverse a agrupar, y solamente honrados por una muerte que se apuntala segura en un combate tan desigual, auspiciado en esa noble y caprichosa causa de vencer, o morir. Y permanecemos inmóviles, las dos, esperando la decisión favorable de los dioses, que nunca llega. Nuestros hombres son derrotados por las espadas enemigas.
  —Debemos huir —grita mi madre mientras llora sin apenas consuelo.
   La miro, fijamente.
   —Somos carpetanas —digo.
   Para cuando el día atardece, nuestro destino ya es otro.

   CAMPAMENTO CARTAGINÉS A ORILLAS DEL RÍO TAGUS. ATARDECER. AÑO 220 a. de C.

   Distraída en la confianza que otorgan los detalles, en la amargura de un rostro enlutado de recuerdos, me embebo en los rumores de aquel día de un otoño que parece eterno.
   —¡Massan! ¡Naravas! ¡Sujetadla! —exclama Sósylos.
   Agotada en el esfuerzo, me sangra la nariz.
   —¡Muévelo! —le ordena a su siervo.
   Uno de los jóvenes obedece y estimula el miembro de aquel anciano que gime solo por el ansia que le provoca el placer de mi sometimiento. El otro, me tapa la boca. Así acalla mi voz, pero no mi dolor.
   —Mi vida ya crece en tu vientre —susurra.
   Caigo al suelo, como ausente de una vida carente de sentido, derrotada por el desconsuelo de tanta deshonra, y tan desmedida. Mi cuerpo ya alberga la semilla de una vida a la que el tiempo me impone el cariño.

   CARACCA. AÑO 217 a. de C.

   Thurro, que así llamo al vástago, cumple dos años.

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