Y tenía razón. Aquella pelirroja de media melena, ojos verdes y
algo más de metro y medio de estatura había cautivado toda mi atención. En una
discoteca a rebosar de gente, mis ojos no dejaban de buscarla: cuando hablaba
en la barra, bailando en la pista, yendo a los aseos... Siempre estaba
acompañada por mi mirada más descarada.
―Soy escritor y las chicas tan guapas como tú son
las protagonistas de mis libros ―contesté intentando
despertar su interés.
La respuesta debió gustarle porque una sonrisa se alojó en sus
labios. Un vestido azul corto mostraba sus bonitas piernas y unos zapatos de
tacón realzaban su juvenil figura. El retrato lo completaba un culo precioso y
unas tetas aniñadas, talla 85. Aunque lo que me terminó de cautivar fue su
acento andaluz, un deje entre gracioso y sensual, que le hacía mucho más
resultona y simpática.
―Así que eres escritor. ¿Y sobre qué escribes? ―preguntó
curiosa.
―Sobre chicas como tú.
―¿Y qué tenemos las chicas como yo que pueda interesarle a un escritor como tú?
―Todo. ¿Qué te parece si te vienes conmigo y haces
de modelo mientras yo te esculpo con palabras?
―¿De modelo?
―Los escritores necesitamos de modelos para describir situaciones difíciles de imaginar. A simple vista podría decir que eres una chica guapa, elegante, sensual, divertida... Pero no sé si tienes novio, a qué te dedicas... Quiero escribir mientras disfrutas de tu cuerpo con el roce de tus manos.
Aquel comentario tan subido de tono no pareció impresionarle.
―Interesante. ¿Y qué gano yo?
―Disfrutarás de una experiencia única. Y por
supuesto, ganarás algo de dinero. Seguro que te viene bien ―dije
con arrogante seguridad.
―El dinero siempre viene bien. ¿De qué cantidad
hablamos?
―¿Cien euros?
―Sin sexo ―apuntilló.
―Sin sexo, si tú quieres.
Volvió a sonreír.
―De acuerdo.
Recogimos los abrigos del ropero y abandonamos aquel lugar cuyo ensordecedor bullicio, poco conveniente para mantener conversaciones importantes, era un caldo de cultivo perfecto para las relaciones de una noche. Media hora más tarde el taxi nos dejaba frente a la puerta de mi apartamento. Apenas conversamos durante el trayecto, tan sólo algunas frases sueltas acerca de la lluvia que estaba empezando a caer y de las luces que iluminaban la belleza sin igual de Madrid en noches como aquélla. Entramos en casa, cogí su abrigo y lo colgué en el perchero de la entrada. Le pregunté si quería tomar algo.
―¿Y qué te parece? ―pregunté desde la cocina.
―Me gusta.
Se acercó al apilable del salón y cogió, al azar, un libro de una de las estanterías.
―‘La soledad de los desheredados’ ―dijo en voz alta.
Era mi último libro publicado.
―Lo he escrito yo ―dije orgulloso―. Te lo regalo.
―¿Y de qué trata?
―De una chica que como tú me acompañó una noche como ésta.
Abrió el libro por una página y leyó en voz alta:
‘Le apasionaba el sexo oral, al natural, libre de las ataduras del preservativo. Odiaba el olor a goma, más incluso si se intentaba disfrazar con sabores artificiales como la fresa o la canela. Su número favorito era el sesenta y nueve y
la sumisión ―pocas veces la vi tomando la iniciativa en nuestras relaciones sexuales― la volvía loca. Gozaba cuando le azotaban el trasero y la tiraban del pelo mientras se la follaban por detrás. Porque a Lidia le encantaba follar y que la follaran... Que la follaran bien’.
―Y a ti, ¿cómo te gusta el sexo? ―le pregunté mientras regresaba de la cocina con las copas.
―Con mucho amor.
―Te daré todo el amor de mis noches más solitarias. Hoy serás mi musa.
―Léeme algo ―dijo mientras me entregaba el libro―. Me gustaría escucharte.
Dejé la copa sobre la mesa, abrí el libro por una página al azar y leí:
‘Lo que más me excitaba era ver cómo en aquel cuerpo curvilíneo las gotas de agua luchaban por no caer al suelo o no evaporarse con los rayos del sol. Ver cómo en aquel cuerpo curvilíneo las gotas deslizaban el deseo, un deseo tan placentero como efímero. Abandonar ese cuerpo era como saltar al vacío sabiendo que estrellarse contra el suelo era morir de placer’.
―Me encanta ―dijo―. Tu voz es tan sensual como lo que escribes.
Me besó a la par que dejaba su copa, ya vacía, en la mesa junto a la mía. Le invité a que me acompañara a la habitación y a que se desnudara.
―¿Y el dinero? ―preguntó.
―Toma, aquí tienes mi cartera. Sírvete tu misma.
Cogió cien euros. Yo observaba tumbado en la cama sin perder detalle. Cuando ya estaba completamente desnuda, le pedí que se tocara. Obedeció. Sin apartar su mirada de la mía, empezó a acariciarse las tetitas simulando el imposible acto de llevárselas a la boca para rozarlas con la lengua. Su coño, rosado y totalmente depilado, empezó a dilatarse con las caricias. Se humedeció el dedo índice y con meticulosa precisión se lo introdujo poco a poco, sin prisa. Lo sacaba y lo metía con la suavidad sublime y la dedicación sin tregua que conducen al éxtasis.
―¿Estás tomando nota? ―me dijo.
Me saqué la polla del pantalón y empecé a tocarme. Ella cerró los ojos.
―¿Disfrutas? ―pregunté curioso.
―Mucho.
―¿En qué estás pensando?
―Pienso en mi novio, en la buena polla que tiene.
Su respuesta me dejó algo frío. No dejó de tocarse. Lentamente. Con delicadeza. Con precisión.
―¿Puedo acariciarte los pechos? ―pregunté.
―Ven.
Me levanté. Con la polla fuera del pantalón, me acerqué y le acaricié las tetas.
―Y ahora, ¿en qué piensas?
―En una polla.
―¿En una polla como ésta? ―dije mientras cogía su mano izquierda y le invitaba a que la tocara.
―Sí.
Ninguna mujer puede ocultar su excitación. Detuvo las caricias y se puso de rodillas para chupármela como nunca antes me la habían chupado. A los pocos minutos de masajeármela con la lengua, me dijo:
―Avísame cuando vayas a correrte. Detesto que los hombres se alivien en mi boca.
Tres minutos después retiré violentamente su cabeza de mi miembro. Ella me ofreció las tetas para que acabara en ellas. Un grito inundó la habitación. Y allí, en su pecho aniñado, se alojó mi leche, caliente y generosa. Se levantó, recogió su ropa y se dirigió al baño para limpiarse. Al salir, me lanzó un beso y se despidió diciéndome:
―Tenías razón, ha sido una experiencia única.
―¿Volveremos a vernos? ―le pregunté.
―Seguro que sí.
Y ese prometedor adiós puso entre nosotros un portazo de distancia. Fui al baño para darme una ducha. En el espejo había una nota escrita con pintalabios rojo: ‘Mañana te espero en Pachá. 01:00 horas. Besos’. Había dejado los cien euros encima de la jabonera. La noche siguiente acudí a la cita, y la siguiente, y la siguiente, y allí estaba ella, siempre radiante y sensual, esperando mi llegada.
Después de casi dos años de matrimonio y de una novela publicada ambos hemos cumplido nuestros sueños: ella presume de follarse a un escritor y yo de tener una musa a la que ahora le encanta que eyacule en su boca. Y a la par que escribo reinvento el por qué de mi vida. Y en cada herida cicatriza la sinrazón de mis errores. Y en cada palabra regenero la piel, y el cuerpo, y el alma, y el corazón. Sobre todo el corazón.
No hay comentarios:
Publicar un comentario