Los hombres creemos que las mujeres se pasean por la casa en
liguero y sin ropa interior. Creemos que en la bañera restriegan la alcachofa
de la ducha por sus labios vaginales hasta que se corren, o que acaban follando
con el fontanero que les arregla el grifo para que no gotee. Pero lo cierto es
que el día que la lujuria llama a la puerta o no están depiladas, o tienen la
regla, o llevan las bragas rotas. O mucho peor: sucias. La noche que conocí a
Virginia lucía una minifalda de muselina color rojo, una blusa de franela negra
y los zapatos escarpín con empella también en color negro. Recuerdo que
cruzamos las miradas. Y nos sonreímos. Y nos presentamos. Y compartimos
alcohol, abrazos y besos antes de acabar follando en los lavabos de aquel
ensordecedor garito. Y mientras en los retretes contiguos otros hombres
aliviaban sus necesidades Virginia gemía de placer, con las palmas de ambas
manos apoyadas en los fríos azulejos, y el tanga de encaje acariciándole los
tobillos, y la minifalda cubriéndole la espalda. No estuvo mal pues acabamos
follando todos los días. Fueron muchos los meses que pasaron hasta que supo que
cuando la pensaba al masturbarme, ella tenía los orgasmos más salvajes y
placenteros. Y en sitios tan insólitos como la parada del autobús, la consulta
del médico o la caja del supermercado. Ocurrió un martes de un caluroso mes de
julio.
-Hoy he pensado en ti -susurraba mientras besaba su nuca.
-¿A eso de las dos de la tarde? -preguntó.
-¡Sí! ¿Cómo lo sabes?
-Lo sé, cariño, lo sé.
Virginia quiso tener la
exclusiva de aquel preciado tesoro y decidió que ya no la servía como novio y sí
como marido. Pero también desconocía que mi imaginación era mucho más ancha que
su sexo. Lo descubrió el día que me excusé para ir al baño mientras toda su
familia era testigo del desenfrenado orgasmo que disfrutaba su hermana junto al
féretro de su padre.
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