domingo, 15 de abril de 2012

COMO DOS GOTAS DE AGUA

Relato erótico seleccionado como finalista en el Concurso Literario Erótico de la EditorialLa Fragua del Trovador”. Un total de 33 relatos que formarán parte de un libro de próxima publicación. Espero que disfrutéis con su lectura.

COMO DOS GOTAS DE AGUA


I
  
   PERO lo que más me excitaba era ver cómo en aquel cuerpo curvilíneo las gotas de agua luchaban por no caer al suelo o no evaporarse con los rayos del sol. Ver cómo en aquel cuerpo curvilíneo las gotas de agua resbalaban de deseo, de un deseo tan efímero como placentero. Abandonar ese cuerpo era como saltar al vacío sabiendo que estrellarse contra el suelo era morir… de placer. Porque morir no importaba después de haber saboreado cada rincón de aquel cuerpo, un cuerpo que tantos y tantos hombres haremos nuestro tan solo con la mirada. En el agua se sentía como un pez dentro de su acuario, atrapada pero protegida, limitada pero aventurera, arrogante de saber que cada gota de agua luchaba con sus semejantes por acariciar su cuerpo, por permanecer en su cuerpo el mayor tiempo posible; un cuerpo del que la Belleza más mayúscula se había encaprichado con locura. Millones de gotas repartidas por aquel cuerpo perfecto, acomodadas en sus senos aniñados, deslizándose por su vientre, acariciando su cintura caprichosa, tocando el cielo de su verticalidad más deseada, la tersura de sus muslos y recorriendo el atajo interminable de sus piernas. Un segundo después caían al suelo agotadas, abatidas por la gravedad y la inercia, resignadas pero satisfechas. Era entonces cuando morir no importaba nada.

II

   Cuando me miraba le imaginaba soñándome desnuda. Y sus sueños que eran míos, se abrazaban a mis noches como el deseo se abraza a la ausencia, como la ausencia se abraza al olvido. Sentía en mis caderas las caricias impúdicas de su mirada, sus pupilas clavándose en mis senos aniñados, sus ojos despeinando el rubio de mis cabellos. Soñaba despierta e imaginaba cómo sus desvergonzados dedos buceaban entre la seda de mis bragas en busca de mi sexo. Le imaginaba paseando su lengua por mi espalda, bajándome con delicadeza las braguitas de color blanco inmaculado hasta alcanzar las rodillas, dándome mordiscos en el culo para luego recostarme sobre la encimera y separarme las piernas para acceder a mi sexo que se le ofrecía como un cuidado vergel aún sin explorar. Y su lengua se introducía con maestría dentro de mí sin violentarme, con método y mesura, con cariño y disciplina. Entonces observaba el reflejo de mi cara  en el cristal de la vitrocerámica y veía el rostro de una mujer abstraída de placer. Pero lo que más me gustaba era que me cogiera las manos y las pusiera en mi culo para que yo misma separara los carrillos facilitando así el paseo de su miembro por la raja.  Después me metía el dedo índice en la boca para introducírmelo, una vez humedecido, en la estrechez de mi ano. Aquella postura, tan violenta como placentera, era la que más le excitaba a aquella niña a la que sus padres confiaron su educación a las Hermanas Benedictinas. ¡Cuántas veces sor Leonor me levantó la falda y me pegó en el culo con su regla de madera, la misma que minutos antes había golpeado el trasero de alguna de mis compañeras! En aquel internado las monjas me enseñaron que la virginidad era mi tesoro más preciado, un tesoro que había que guardar con recelo y cerrojo a la espera de que lo abriera la llave del hombre apropiado. Y Alex no lo era. Pero el culo era otra cosa y aquel sueño era mi sueño. Esa postura me resultaba tan placentera que volviendo la cabeza insinuaba a Alex con un gesto de piedad que no abandonara su exploración, invitándole incluso a que el trabajo fuera continuado por su miembro. Entonces él lo introducía en mí, sin prisa, con suavidad y destreza. Cada golpe en mi trasero era acompañado por un gemido del placer más doloroso. Veinte golpes más tarde (ni uno más, ni uno menos) su miembro salía de mí y lo restregaba en mi trasero bañándolo de una sustancia viscosa con un olor nauseabundo que a mí me daba muchísimo asco. La excitación me devolvió a la realidad pensando que ese sería el mejor regalo que aquel cuarentón enamoradizo podía hacerme el día de mi veinte cumpleaños.  

   Aquellos pensamientos tan subidos de tono me hicieron abandonar la toalla. Nada mejor que una ducha para enfriar mi calenturienta imaginación, una imaginación que había humedecido la braguita del bañador y erguido mis pezones rebosantes ahora de vida y esperanza. Era entonces cuando sentía su mirada alojarse en todos los rincones de mi cuerpo.   

III

   No podía apartar la mirada de aquel cuerpo, de sus manos acariciando sus cabellos, paseando insinuantes por su entrepierna adolescente. Después de ducharse y sin apartar sus ojos de mí, se dirigió hacia donde yo estaba tumbado. Mi mirada no soportó tanto descaro y se retiró como un pésimo jugador de póker que no sabe ir de farol. La sombra de su cuerpo delató su presencia. Levanté la mirada mientras ella, con una voz sensual y acaramelada, tan segura de sí misma, me decía:

-   ¿Te importaría darme crema en la espalda?

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