Si usted me pidiera, amigo lector, que defendiera el valor de la Amistad, la que se escribe con mayúsculas, la de los amigos de toda la vida, le diría que no sabría cómo hacerlo. Vamos, que no tengo ganas de hacerlo. Luchar hoy por la defensa de ese valor tan en desuso es una batalla perdida. Es verdad que con los amigos de toda la vida he comido, me he ido de juerga, me han hecho y les he hecho favores, hemos compartido aficiones y en algunos casos hasta mujeres y bolígrafo. Pero a la puertas de cumplir cuarenta y cuatro años he de decir que la senda de la amistad, la de toda la vida, la construida a base de confianza y sueños imposibles pero comunes, han dejado de transitarla unos cuantos viandantes, esos que se autodenominaban “de toda la vida”, seducidos por la dejadez, por el interés, por la soberbia o la falta de memoria. Debe ser que a ciertas edades todos esos atajos hacen que el camino sea mucho más llevadero si se anda solo. Sin lastre. De mis más de mil amigos virtuales, esos que los reclutan las modas a través del Facebook, del Twenti y de redes sociales de parecida calaña, ninguno me ha desagregado todavía. Por eso la Amistad, la que se escribe con mayúsculas, la tangible, es, con el lento transcurrir del tiempo, un valor que cotiza más a la baja. Mi consejo, amigo lector, es que venda sus acciones ahora que todavía puede obtener algo por ellas.
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