DECIDIÓ Dios dejar por unos días de ser Supremo, postergar sus asuntos en el Reino de los Cielos y bajar a la Tierra para disfrutar con su creación. Y vio Dios que era bueno y así lo hizo. No habían pasado diez minutos cuando pudo comprobar que su obra, después de cientos de versiones intentando mejorar el prototipo original, no era tan perfecta como creía. Es el inconveniente de hacer el mundo en siete días, deprisa, corriendo, sobre la marcha y sin haber realizado un estudio previo del proyecto. Fue entonces cuando a Dios se le ocurrió la genial idea de montar una empresa de trabajo temporal con el único propósito de reinsertar, que no redimir, a aquellos que habían ensuciado su obra para devolverlos al redil del buen camino. Banqueros, proxenetas, políticos, ladrones, militares, curas, pederastas, dictadores, …, y asesinos a sueldo. En definitiva, lo mejor de cada casa. Cuando llegó el día de entrevistarme con Dios él, siempre atento como dictan los cánones divinos, se levantó de su sillón a recibirme.
- Buenos días Ricardo. Pasa, por favor, - dijo mientras me estrechaba la mano con fuerza.
- Buenos días, contesté yo.
- ¿Va todo bien? Te noto algo nervioso.
- Como no iba a estarlo. Dios no te da audiencia todos los días.
- Sí… Supongo. Por favor, siéntate y hablamos.
Me ofreció asiento y yo, también atento, no rehusé su invitación. Dios se volvió a acomodar en su funcional trono de escai blanco, elegido de algún catálogo de Ikea, y encendió el ordenador donde dijo se guardaban los renglones torcidos de mi vida. Mientras, yo no dejaba de pensar qué coño hacía allí. Si aquel era el día de mi juicio final, siempre me lo imaginé mucho más pomposo y exornado, con ángeles custodios y vírgenes ligeras de ropa haciendo realidad mis deseos más inconfesables. Una bonita estampa que cobraba vida en mi cabeza y a la que por pedir, no le faltaba ni el coro de castrati vanidosos que en una perfecta imitación del siempre apuesto Farinelli, cantaban el Mesías de Händel. Si por el contrario aquella era una broma, me pareció que Dios carecía de dotes y buen gusto para el humor.
- Según leo en tu informe de vida terrenal, – dijo Dios -, naciste hace setenta y ocho años en Buenos Aires – la verdad, no los aparentas -, actualmente vives en Madrid y te has ganado la vida… como asesino a sueldo. ¡Interesante! En tu currículo aparecen nombres tan prestigiosos como Kennedy, Bruce Lee,… ¿Manolete?
- Si, contesté seguro de mi respuesta. Todo el mundo piensa que al maestro le quitó la vida un toro miura de nombre Islero en la plaza de Linares. El diestro falleció a causa de una transfusión de plasma en mal estado que yo mismo, ante la negación de los doctores, le practiqué en el hospital. Me contrató su pareja, la hermosa Lupe Sino, quién no pudo superar que el matador no quisiera contraer matrimonio con ella. Aún recuerdo sus últimas palabras antes de la agonía: “Don Ricardo. No veo…". En la instantánea tomada por Francisco Cano "Canito", soy el que desde el umbral de la puerta observa cómo “El Pipo” cierra los ojos del maestro… para siempre.
- ¡Curioso!
De repente el silencio se adueñó de la habitación. Dios carraspeó, se humedeció los labios y continuó diciendo:
- Como todos los que han pasado por esta habitación te preguntarás qué haces aquí.
- Cierto.
- Quiero acabar de una vez por todas con el Mal, dijo Dios con su habitual seguridad suprema.
- Sigo sin entenderte.
- Me explico. Para acabar con el Mal, primero he de acabar con los malos. Y por eso estás aquí.
- ¿Y qué les pasa a los malos que no quieren colaborar contigo?
- Dios desplazó la cabeza hacia su lado izquierdo, levantó su mano derecha y con un gesto de superioridad abrió una puerta. Despacio. Sin prisa. En otra habitación, metidos en fundas de plástico, descansaban los cuerpos sin vida de cientos de desgraciados; quizás los más tercos,… Quizás los más obstinados,… Seguro que los más idiotas.
- Aquellos que ves allí no quisieron hacerlo, dijo.
Fue entonces cuando comprendí que Dios no iba de farol. Debería pensar mejor mis respuestas antes de contestar. Sus palabras interrumpieron mis pensamientos:
- Y ahora dime, ¿vas a colaborar? ¿En qué te gustaría convertirte? ¿Quién te gustaría ser?
Esta vez no me apresuré a responder. Aunque lo primero que se me pasó por la cabeza fue decirle que desde niño siempre quise ser payaso, luego pensé que seguramente había otros muchos con mi misma vocación y con mucho más desparpajo y experiencia que yo. Y tanto “payaso” seguro que no era bueno.
- Quiero ser escritor, - contesté convincente.
- ¡Escritor! Cada vez me sorprendes más. Por aquí han pasado banqueros que querían ser repartidores de pizza, políticos a los que les apasionaba convertirse en gigolós,… Ya sabes, por eso de seguir jodiendo,… De todas las respuestas que he oído la tuya es la que más me ha sorprendido.
No dejaba ni un instante de mirarle. Me parecía tan surrealista estar frente a Dios, el mismo personaje al que tantas y tantas veces se habían encomendado mis víctimas suplicándole mi compasión para obtener siempre la respuesta de una bala en la cabeza.
- Siempre he querido vivir la vida de otros. Sentir lo que sienten otros,… Hablar como hablan otros,… Vestir como visten otros. Que otros vivan la vida que yo les escribo para ellos.
- ¡Quieres jugar a ser Dios, como yo!
Esta vez fue Dios quién se pensó la respuesta. Sin apartar su mirada de mis ojos dijo:
- Me parece bien. Empezaremos apuntándote a un curso de redacción para que te vayas familiarizando con el lenguaje y la escritura. Pero recuerda: el único requisito que te pido es que tienes que aparentar ser una persona normal y vivir una vida normal. Invéntate hijos, casa, esposa…
- No te preocupes, es lo que he hecho toda la vida.
Y con un nuevo apretón de manos sellamos nuestro pacto.
Después de casi un mes acudiendo diariamente a las clases que se imparten en una academia situada en frente de mi casa, creo que he llegado a la conclusión de que me apasiona escribir. Para aparentar una vida normal me he inventado una vida normal: una hipoteca, dos hijos, tres perros, … Estoy desempleado y he sufrido mobbing, … Todo bastante normal, ¡qué les voy a contar! Todas las mañanas recorro en coche los escasos doscientos metros que separan mi casa de la academia, vuelvo a aparcar y desayuno en el coche porque les he contado a mis compañeros que vivo a treinta kilómetros de allí. Todos nos creemos lo que nos cuentan y mi normalidad les ha convencido a todos. Aunque no sé si cuando lean este relato y descubran mi secreto lo guardarán, o si por el contrario tendré que romper el pacto con Dios y matarlos a todos. Lo cierto es que me jodería bastante ya que me parecen muy buenas personas.
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